lunes, 19 de noviembre de 2007

tengo siete años y mi hermano y yo saltamos en la cama y el sol entra por la ventana y el día nos ciega, de tan brillante que es. jugamos con raquetas y con pelotas de colores. en cinco minutos más, los dos sangraremos por la nariz y por la boca, pero en ese momento sólo queremos saltar más alto, más aún

ya no creo en dios como cuando era pequeño. le fui perdiendo el miedo al ver que la fe diminuta que guardaba en el bolsillo se iba rompiendo por el roce con todas las tristezas

dios no existe, pero lo invento cada día y le pongo nombre y voz y pasos y sonrisa. le pongo mirada y tacto y gemido y también color. a veces mi dios es rojo y a veces mi dios tiene el color gris de las mañanas de los lunes. a veces mi dios no me habla por mucho que yo le cuente o necesite sus palabras, pero si sé que él no se irá nunca. encuentro esa fuerza en las pocas cosas que me hacen feliz. así no me siento del todo abandonado, tan sólo desorientado a ratos, abriendo puertas que no querría abrir, dudando y tropezando, desmoronándome, cerrando ventanas para que no se escapen ni el aire ni los ruidos que tengo en la cabeza

creo que hay cientos de motivos para creer en dios, pero sólo uno me dice ven, pronunciando mi nombre con voz clara. la paz que me da saber que me mira, me acompaña en silencio, ve mi sombra donde quiera que esté, pudiendo matarme con sólo pensarlo muy, muy fuerte