miércoles, 5 de septiembre de 2007

como un río con las aguas de plomo, las horas van espesándose, sedimentando. poco a poco, me vuelvo a acostumbrar a la manera de hacer de los días. días llenos de trabajo que se va haciendo sin demasiadas pausas, de horas en silencio, sin hablar con nadie, de música para ascensores sin un ascensor que subir ni que bajar. días en los que miro por la ventana de vez en cuando y pienso en cómo sería si un avión viniera exactamente a caer allí, en si me daría tiempo a saltar por la terraza

en un ruido metálico de mil millones de kilos y subiendo

en el ruido de la explosión y en todas las cosas que hacen ruido. en el ruido de mi jefa, que es un ruido silencioso y veloz, un ruido que te ignora por su propia comodidad, un ruido estridente cuando ríe y un ruido ausente y violento cuando mira antes de marcharse escaleras abajo y dejar a mi jefe con una colección de palabras en la boca, palabras medidas con pie de rey para no faltar a la verdad

en el ruido de mi jefe, silencioso y manso, siempre obediente, jadeante como un cachorro agitado

en mi propio ruido, un ruido espeso y caliente que nadie ve pero que está, adormilado en un rincón al sol

(si saltara por la terraza, serían cuatro metros hasta la casa de los rusos. viven veinte rusos en esa casa. o más rusos. por las noches se sientan en círculo y invocan a sus dioses mientras fuman y beben. ponen cuarenta lavadoras cada día y seguro que no les pican los mosquitos)

(si saltara a la terraza de los rusos, digo, seguro que me rompía los tobillos. poco iba a importar cuando el mundo fuera una puta bola de fuego)