domingo, 22 de febrero de 2015

(alba y yo nos refugiamos en una bañera de aguas blancas y penumbra, rozo su piel, roza mi piel, siento ternura por nuestros vientres hinchados, despierto, floto a la deriva, me cuesta respirar, tengo orden de disparar sobre todos esos niños que se arrastran como tejones sucios de barro por la plaza de la iglesia, el rezo monocorde, apenas audible, de las madres asustadas, encogidas, cabizbajas, despierto, me duele la espalda y el sexo es un pozo sin fondo, una mujer —mi hermana, mi hija, la joven mandelbaum— menstrúa sobre el suelo de la cocina, sobre las plumas de oca y nuestra ropa sucia, amarillenta, despierto, tropiezo, callo, siento miedo y vergüenza, la cena está servida: grandes bandejas de madera repletas de comida preparada con esmero, pan negro, jamón cocido, albóndigas suecas, mermeladas y quesos, jarras heladas, es sábado, enciendo velas, despierto, tengo ocho años y todo termina ahora)