sábado, 5 de febrero de 2011

míriam quiere comprar un picador de hielo y le sugiero que podríamos ir a tal tienda, sé seguro que allí lo tendrán. el sitio resulta ser un almacén grande, desordenado y luminoso, vacío de gente, sin dependientes. es imposible que encontremos ésto aquí, dice ella, no está donde debería estar, con todas las cosas de casa. es entonces que veo una chica bajita y regordeta, rubia, ella nos ayudará (sé que antes de ese momento, en algún antes que no podría concretar pero que ha sido esta misma noche, esa chica y yo hemos coincidido en un tren y me ha contado que trabaja en esa tienda, es por eso que estamos allí). el caso es que ella nos conduce hasta el picador de hielo: una estructura con forma de árbol de navidad formada por un montón de cajas con cubiertos y otros instrumentos y el picador —un gran punzón metálico— en la cima, a tres metros de nosotros

llevo unos pantalones vaqueros de peto muy rotos y incómodos, se caen a trozos, grandes imperdibles sujetan la tela. el picador ha dejado de importar, ahora estamos en la misma nave pero hay gente que conozco y están lanzando a canasta, como si fuera un pabellón desvencijado. las pelotas son pequeñas y los aros también, ambos casi del mismo diámetro. antonio burgos —era dos años mayor que yo, grande y pesado, con gafas de cristales oscuros y una gran peca en la mejilla derecha, buen tirador, buena muñeca— lanza desde detrás de la cesta, sé que la meterá, se lo vi hacer una vez y entró limpia, con la red girando sobre el aro y el flop que hacen las grandes canastas

estamos en una heladería americana y hablamos alrededor de una mesa, gente que no conozco pero con los que hay buena conversación. uno de ellos habla de antonio burgos, lo que le ha visto hacer es increíble, todos me escuchan cuando les cuento que una vez le vi hacer lo mismo, hace un millón de años, un mediodía, la pelota tardó una semana en caer. es entonces que vemos que hay disturbios en la calle, gente corriendo a través de los ventanales, son policías de rasgos asiáticos, con trajes y abrigos negros, cascos franceses de la primera guerra mundial, van dirigidos por una mujer de pelo gris amarillento, con chaleco naranja y una libreta en la que señala los sitios, aquí, aquí, aquí, llevan perros grandes, collies negros con babero y en cada babero, un número, putos perros feroces

de repente estamos solos, tan sólo míriam y yo, todos los demás han huido, nos llamaban pero no fuimos, ella tiene miedo, escóndete detrás de mí, no pasará nada, un perro corre alrededor de la heladería, sin atreverse a entrar hasta que lo hace, corre rápido hacia nosotros, ladrando histérico, se detiene bruscamente y nos huele, no hay que tener miedo, los animales lo pueden oler, protejo a míriam con mi cuerpo y es entonces que despierto, justo cuando el perro se marcha y pensando que bélgica es un estado policial por tal y cual motivo que alguien me explicó ayer, buenos días, sábado, seis y diecinueve de la mañana