lunes, 5 de abril de 2010

leo a charles burns, a camille jourdy, a nicolas de crécy mientras llueve, esperando un sol deslumbrante que rompa las nubes metálicas como si fuera una gigantesca y vacía herida blanca. me distraigo con programas de televisión en los que nadie habla de nada y con malas películas de buenos directores. me distraigo con el volumen demasiado alto de las conversaciones de tren. los asientos contiguos llenos de niños pelirrojos y mamás pijas que tienen a sus abuelas en residencias en las que no hay mucho que hacer, simples mortuorios de colores amables. miro relojes baratos porque me gustan los relojes dorados y metálicos, a todas luces falsos, tramposos. bebo cerveza en un bar pintoresco y salgo en, al menos, diez fotos de turistas. paso a formar parte de sus vidas, a habitar en sus recuerdos de vacaciones. quizás hasta consiga mis doscientos kilobytes de memoria en páginas como flickr o picasa. me atrevo a sonreír. comemos en el kaitensushi he después de una espera de diez minutos o diez horas. me acaba dando casi lo mismo estar mal que estar bien, así que sí, yo también comeré col fermentada, dulce y picante, y arroz y pato y todas las mierdas que me quepan en la boca. sabores que soy incapaz de identificar pero que sé que, de alguna manera, me pertenecen. me dejo fascinar por las máquinas de vending llenas de paquetitos de llamativos colores que hay en las estaciones. dioses diminutos a los que adorar por el médico precio de un euro y cincuenta céntimos. dioses a los que devorar como si ésa fuera la única manera de salvarme de mí mismo. dioses que me llenarán la boca de azúcar y las venas de grasa, engañando mis sentidos con una falsa noción de realidad. intento no pensar porque charles burns ya lo hace por mí: mi nombre es tony delmonto y tengo el teléfono lleno de llamadas perdidas, cien mil cien en total