martes, 8 de septiembre de 2009

cóbrate lo que te debo, paco, y ponme una cocacola de lata. ciclistas en la televisión a las cinco de la tarde, la calle sin apenas sombra donde esconderse y la cabeza a punto de estallar. una chica pálida con un carrito de niño. una chica de negro abriendo el estudio de logopedia. el chino que siempre se ríe y su hijo en el bazar oriental. adolescentes con shorts y sobrepeso que fuman y gritan. pienso en gauss. pienso en una campana de cristal donde nada puede pasarme. pienso en el centro mismo de una predicción matemática. pienso en

un refugio, un sitio perfecto donde poder aprender a respirar. una mierda de martes, debatiéndome entre la comodidad de vivir en la cara afortunada del capitalismo —un buen trabajo, un buen sueldo, algo de dinero en el bolsillo, un techo y un plato con el que— y ver cómo cada día que pasa siento más asco por todo y por todos, como si mi corazón fuera una semilla que se arruga, miedosa y sin futuro

hablar, hablar, hablar. el dolor en la cabeza se concentra en la incapacidad de pensar, de comunicarme. como un vaso vacío que está esperando que alguien abra la lata para darle un significado. la fe en dios, el sacrificio que todos estamos dispuestos a hacer

ratoneras, hablábamos de eso. a veces viene alba y me abraza. siento como la polla se me pone ridículamente dura con el contacto de su vientre. me aparto y invento cualquier excusa para irme, como queriendo empezar de nuevo en otro lugar, esperando siempre que ella no se haya dado cuenta de lo triste que soy. mis amigos piensan que ella y yo follamos. mis amigos se equivocan al predecir mis movimientos, trazan líneas y unen puntos, dibujando constelaciones equivocadas porque soy un animal muerto, incapaz, alguien tan mitificado como una osa mayor

míriam. hoy no nos veremos porque ella tiene trabajo pendiente y a mí me apetece mucho más ver el partido de baloncesto y cenar temprano y no hacer nada que vernos, es así de triste por mi parte. mañana quizás sea diferente, pero hoy sólo necesito estar a cuatro mil kilómetros de la costa más cercana, en medio del mar, sin luces que me orienten

escribiendo con las manos mojadas, pensando en un momento de felicidad a las cinco de la tarde, cuando paco sacude fuerte el trapo gris sobre la mesa que está vacía, como queriendo ahuyentar algo que no existe, el nacimiento de una estrella o algo así de lejano, las hojas de los tilos que se queman lentamente, otoño en unos días