jueves, 10 de enero de 2008

uno. las libélulas me dan miedo, dije, y preferí bajar a la playa dando una vuelta a través de medio mundo. allí, las calles vacías del domingo se enquistaban de un olor dulce y agrio en las esquinas llenas de meados. había un millón de vasos rotos en el suelo y botellas y algunos chicos que dormían dentro de coches con las puertas abiertas, hinchados y sudorosos. pensé en ron jeremy —algo inevitable— y en las libélulas, que eran rojas como soldados después de una batalla. era el viento que venía de levante que las llevaba y las traía, mar allá

dos. tiré la mortadela con aceitunas. llevaba una semana en la nevera y se había vuelto pegajosa y ácida en su paquete de papel. encendí la radio y me hice una paja, pero lo dejé antes de acabar, visiblemente desmotivado, sin un plano claro de cómo llegar al tesoro. menuda mierda eres, F

tres. como los polinomios y otras cosas matemáticas que se quedaron en cualquier rincón. nunca entendía el porqué de los números que se crecen y se cambian ellos solos, y era una pena, tanto como el pelo aceitoso de ese profesor, jaume se llamaba. imposible ser peor: tenía los párpados caídos y chaquetas de lana de las que no se pondría ningún padre

y cuatro y más cosas. mi culo será siempre para ti, me dijo. ronroneé, emocionado, y algo se puso un poco duro entre mis piernas. años después, me llamó mientras estaba esperando a isa en un bar de mierda. éramos los mismos pero ya no éramos los mismos, creo que eso fue lo que le dije. ella me contó que trabajaba en una inmobiliaria por un sueldo de mierda y que su culo ya no era mi culo porque ya era de otro. sin entrar en más detalles, pensé en todas las promesas que había roto en mi vida y me dio vértigo. cuando la llamada se cortó —porque siempre se acaban cortando las llamadas—, entró isa por la puerta, sonriendo. parece que te acaba de pasar un tren por encima, dijo. sí, es algo así. un larga distancia, uno de esos que ya vienen descarrilando desde ni se sabe