miércoles, 2 de septiembre de 2009

amanece cada vez más tarde y dentro de poco será noche cerrada cuando suene el despertador. duermo en sábanas que siento sucias y que no quiero cambiar porque así me obligo a ducharme cada mañana, cada tarde, cada noche. mierdas en la televisión hasta que se me cierran los ojos. un mensaje de míriam queriéndome mucho. un dolor rápido en el corazón, un puñetazo imaginario en el colchón, otra rubia tonta que quiere morir asesinada en harper's island

tiene el pulso húmedo, lento y resbaladizo, el vientre tenso, el bazo frío y las defensas bajas. las palabras de pablo, mi acupuntor coreano, suenan a fin del mundo. yo me encuentro bien, respondo. tiene defensas bajas, repite él. siempre me llama de usted. tengo la sensación de no estar allí, de haberme caído hacia el techo y no haber dejado de caer hasta sentirme una luna más en saturno. él es inmune a mis palabras y sus agujas hoy no me hacen daño. por eso duermo y, al despertar, recuerdo a bill stewart

la casa de al lado, la que está llena de rusos. una chica pela patatas y pela cebollas en el patio. suena el teléfono móvil y descuelga sin ganas. a su lado, un hombre de un millón de años se mira el reloj, uno de esos de esfera dorada y cuero negro. pienso en ese hombre. un ruso tan viejo como el mundo que ha elegido este pueblo de mierda para morir. quizás es el padre de la chica que pela patatas. quizás es el abuelo. quizás es un antepasado lejano que dormitaba en siberia hasta que alguien lo trajo aquí, para que se pudriera lentamente al sol del mediodía

al sol del mediodía o a la humedad del aire, la misma que te quita las ganas de vivir y te convierte en un charco pegajoso. suena música de jazz, de ese jazz bailongo y mierdoso que sólo puede gustarle a los profesores universitarios y gente así de atroz. tecleo bill stewart en el google. dispongo de información suplementaria: es periodista y la guarda nacional nicaragüense lo mató en mil novecientos setenta y nueve. no hay día en que no recuerde esas imágenes. alguien en el suelo, un soldado apuntándole, un disparo y un cuerpo que se agita al morir, la política exterior norteamericana hecha añicos por un soldado de dieciocho años que llorará en el juicio y un periodista con nombre de batería de jazz que no hablaba español. es fácil encontrar esas imágenes en internet, pero no son nada si las comparamos con las decapitaciones en nombre de alá

hablamos de pandemia, de gripe, de tamiflú. hablamos de donald rumsfeld y de mary poppins. hablamos del olor que entra por la ventana abierta, un olor a carne quemada en forma de amigable barbacoa: nuestros vecinos rusos —un millón de ellos y todos siempre diferentes— están preparando la comida. el viejo dormita en el rincón opuesto a la escena anteriormente descrita. se presume el movimiento. se presume al viejo andando, aunque sea lentamente, entre la neblina de pollo y cerdo y brasas. todavía quedan varias semanas para el frío, me digo, y muchas más hasta el invierno. veo con claridad el fantasma de una ciudad soviética perdida en mitad de la nada, con las paredes llenas de metales pesados y radioactividad. imagino al viejo allí, mirando su reloj de pulsera sin querer saber la hora, esperando un suceso, una señal cualquiera, una luz en el cielo cargada de rabia para poder morir tranquilo. en lugar de eso, ripollet. deberías saber lo que eso significa

tiene las defensas bajas, repite pablo, mi acupuntor coreano. se me cierran los ojos mientras él clava las agujas. los brazos me pesan y me arrastran al fondo del mar. hoy ha empezado la rutina en todas las direcciones posibles